Páginas

lunes, 13 de abril de 2009

Transparente

Hasta que no llegué no me di cuenta del tiempo que había pasado. Más de dos años desde la última vez que fui a la gran ciudad. Y uno se desacostumbra, oiga. Tanta gente, tantos coches… tantos túneles.
Volví a sentir el pánico de saberme perdido, descolocado, en medio de un enjambre de coches a gran velocidad. Duró tan solo unos minutos, lo suficiente para recordar lo tremendamente grande que es la gran ciudad. Y también lo suficiente para confirmar que ya no conozco la ciudad. Aún así me encontré. Podrán cambiar las calles, incluso las carreteras, pero los edificios no. Menos mal.
El resto fue un agradable fin de semana familiar, con reencuentros, besos y abrazos.
Sin embargo, lo que había olvidado también es la cantidad de inmigrantes que viven (o malviven) en la gran ciudad. Algunos tienen trabajo, otros se buscan la vida como pueden. Porque comer, comemos todos. Y eso que ya está inventado el no comer, pero uno se muere. De hambre, supongo, y si no de desesperación.
A la puerta de un gran centro comercial me encontré a un chavalito sonriente, educado, vestido correctamente y aseado, que vendía “La Farola”. No sé lo que pone en ese periódico, nunca he comprado uno. Decliné el ofrecimiento con un gesto de cabeza y una media sonrisa. Y me olvidé de él.
El olvido duró unos pocos segundos, porque nos sentamos en una mesa a pocos metros, en la misma puerta del comercio a dar la merienda a nuestro peque. Mientras chiquitín comía su potito de frutas observé como, infatigable, el chico de “La Farola” ofrecía su periódico a todos los que abandonaban el local. Algunos le despachaban con un gesto, más o menos educado, otros le daban algo de dinero, pero la mayoría le ignoraba absolutamente, mirando al frente como si allí no hubiera nadie, como si nadie les ofreciera un periódico, como si nadie solicitase ayuda.
Él nunca decía nada. Pero murmuraba. Sobre todo cuando le ignoraban.
Imaginé qué murmuraría yo si estuviese en su lugar. Seguro que nada suave.
Imaginé qué haría yo en su situación, inmigrante, en un país desconocido, sin trabajo, tal vez con una familia que alimentar. Creí intuir la desesperación que sentiría si no pudiera ofrecer el potito a chiquitín, ni hoy ni mañana ni ayer.
Acabábamos de gastar un buen montón de euros en cosas prescindibles, que no necesitábamos. Y él allí, buscándose el sustento, céntimo a céntimo. Y nosotros no le habíamos ni dirigido la palabra.
Terminada la merienda nos dirigimos a él y le dimos un par de euros. Él sonrió y nos dio las gracias. Además dijo que nuestro peque era muy guapo. Él también era guapo, un joven de color. De color transparente, porque casi nadie le veía.
Esa noche dormí bien.
Ahora sé lo que vale mi conciencia: dos euros.

2 comentarios:

Teo Palacios dijo...

Impresionante, Estebán. Me has dejado sin palabras.

Rql dijo...

Uffffff!! desde luego que sin palabras...