El último rasgueo de su laúd dio por finalizada la picante tonada y una carcajada general acompañó algunos tímidos aplausos. Don Artuaga, el Picha Brava tenía siempre éxito y aunque no era la primera canción que cantaba, sí solía ser la que empleaba para ganarse definitivamente a la clientela.
Pasó la gorra con la mejor de sus sonrisas y fueron bastantes los que depositaron algún cobre en ella. Con lo sacado no le llegaba ni para pagar la media docena de cervezas que se había bebido ya. Pero eso le importó poco. Había acordado con el amo de la tasca un justiprecio por su actuación, en el que se incluía cerveza a discreción y cena. La cama debía buscársela por su cuenta, o por cuenta de alguna de las camareras, eso ya se vería.
No era demasiado joven y debía suplir la frescura de la juventud con grandes dosis de ingenio, y aunque no le faltaba compañía femenina, no siempre encontraba dispuesta a aquella de la que se encaprichaban sus ojos.
De nuevo empuñó su instrumento y comenzó una tonada popular, conocida por todos. La mayoría se lanzó a cantar y le ahorró el esfuerzo, reservando voz para otras canciones que lo precisaran. Mientras, paseaba entre las mesas, esquivando clientes, rodando como la rueda de un carro, examinando a los parroquianos. Le gustaba observar todos los detalles.
Hacía muchos años que no visitaba Mesilas y no conocía a nadie. Pero en el fondo era las mismas gentes: soldados, artesanos, cazadores, ganaderos y algún pequeño comerciante. Amén de algún que otro rufián que él caló muy pronto.
La ciudad no había cambiado tanto desde la última vez que la visitara. Tal vez los arrabales fueran mayores, pero el interior de las murallas, acotado, no podía cambiar mucho.
Un curioso personaje llamó poderosamente su atención. Se mantenía apartado del resto de parroquianos y bebía a traguitos de su vaso. Dos brillantes ojos refulgían bajo la sombra del ala de su sombrero, estudiando los movimientos de cada cliente del local. Nada escapaba a su control, ni siquiera él mismo. Varias veces le sorprendió observándole.
Cuando acabó la canción, tomó un trago de su vaso y se marchó hacia la parte de atrás de la taberna, hacia la cocina y la salida trasera.
—¡Eh, Melquíades! No te escabullas —le gritó el tabernero—. El trato era cerveza y cena por buen ambiente y música…
—Un respirito, amo. Voy a tomar el aire, aclarar la garganta y echar una meada.
—Pero no tardes —advirtió con gesto severo el dueño—. O no habrá cena. Que ya conozco yo a los de tu ralea…
El trovador salió al exterior, sin hacer caso del tabernero. Pensaba volver, había dejado su capa y su laúd en el interior. La parte trasera daba a un oscuro y nauseabundo callejón lleno de desperdicios. También daba a la escalera de salida de las habitaciones de arriba. Ya conocía esa posada de antaño.
Poniendo cuidado de que no le viera nadie, subió la escalera y trepó por una ventana hasta el alero del tejado. Con una facilidad sorprendente se encaramó a la parte superior del edificio y anduvo por entre las tejas, pisando con delicadeza. No era cuestión de preparar goteras o de caer desde tan alto.
Pasó a la vertiente de la fachada principal y esperó. Sabía que él no tardaría demasiado en salir, pero se sorprendió de ver confirmada su sospecha casi de inmediato. El extraño y solitario hombre abandonaba en ese momento la taberna. Cojeaba ostensiblemente y se mantenía en el lado sombrío de la calle. No se alejó demasiado antes de volverse a observar a su alrededor. Pareció darse por satisfecho al no ver a nadie y se alejó a toda prisa, pegado a la pared, sin cojear lo más mínimo.
Melquíades sonrió. Había cosas que ni el paso de los años podía cambiar. Erusef era una de ellas. Ya sabía que había llegado a la ciudad. Había tardado solamente unas pocas horas. Curioso personaje el Sumo Sacerdote.
Bajó del tejado y diligentemente entró en la taberna, a cumplir su parte del trato.
—Una meada muy larga —comentó al pasar ante la iracunda mirada del tabernero.
Comenzó una canción conocida sobre dos caballeros que se disputaban el amor de una doncella, arrancando alegres notas de las cuerdas del laúd. El calor del hogar y la música inundaron de tranquilidad la sala. La gente bebía sumergida en sus propios pensamientos o dejándose llevar por la canción.
Cuando alguien cantaba, había menos peleas y discusiones en las tabernas. Hacía años que lo había comprobado. Era la magia de la música, o la magia del músico, como gustaba de decir Melquíades a quien quisiera escuchar.
Después de cenar, y cumplida su parte del contrato, el trovador aún permaneció en el local, observando lánguidamente el fuego de la chimenea. Los parroquianos poco a poco se iban marchando para su casa, dejando la tasca tranquila. Era la hora de las conversaciones, de las partidas de dados.
Melquíades se arrimó a una de ellas. Pronto tuvo la oportunidad de entrar, reemplazando a uno de los jugadores que se retiraba. Sopesó con mirada de experto a sus contrincantes y en un par de rondas dedujo que todos eran honestos, ninguno hacía trampa. Así que no quiso usar sus habilidades y desplumar a aquellos incautos. Eran presa fácil para cualquier tahurcillo que les echara el ojo.
Tras unas cuantas rondas se aburrió. No ganaba ni perdía, así que decidió dejarlo por aquella noche. En un movimiento magistral devolvió al juego los dados originales y guardó discretamente los suyos, los especiales, los que marcaban el resultado que su muñeca indicara con un hábil giro. Lo que a él le gustaba de verdad era ganarle todo en la última jugada al que había ganado lo de todos, haciendo cualquiera de la múltiples trampas que conocían los jugadores expertos. Ver sus caras de bobo le producía una placentera sensación.
Tomó asiento cerca del fuego y permaneció mudo durante lago rato, ensimismado en sus pensamientos. Pero sin darse cuenta comenzó a entonar una suave balada, acompañado por las lánguidas notas de su fiel laúd.
Por unos minutos la tasca enmudeció y las partidas se interrumpieron, escuchando todos la canción de Melquíades. Su suave voz, modulada con ricos matices, perfectamente acompasados con las notas del instrumento, cargó de nostalgia y melancolía el ambiente.
Cuando por fin concluyó, todos los parroquianos permanecieron pendientes de sus labios, por si había continuación, por si sólo era una pausa. Pero al verle pensativo y silencioso, las partidas se reanudaron poco a poco, y cada uno volvió a lo suyo.
Algunos se acercaron a Melquíades.
—¿En qué idioma cantabas, Melquíades? —preguntó una de las muchachas que servía en la taberna.
El interpelado continuaba ensimismado, absorto en el fuego.
—Melquíades…
—Eh, sí, sí…
—¿En qué idioma era esa canción? Nunca había oído nada igual.
El trovador sonrió.
—Es una lengua ya olvidada por casi todos… es la lengua del desaparecido Asgard —respondió el hombre—, perdida en el tiempo y prohibida en algunos lugares como Mesilas —añadió en un susurro.
La camarera dio un respingo.
—¿Qué cuenta? La melodía era triste.
Melquíades asintió.
—Es la balada de la muerte de Baldur a manos de su hermano ciego Hoder. Quien mediante un engaño, atraviesa el pecho de su propio hermano con una flecha hecha de muérdago.
—Oh, ¿quién puede hacer una cosa así? —se lamentó la muchacha.
—El malvado Loge, el Dios del Engaño, pues sentía mucha envidia de la belleza y de los dones de Baldur.
—¿Y qué más cuenta?
—La balada relata cómo Baldur fue incinerado en el barco más grande y bello de Asgard, junto con su esposa Nanna, quien murió de pena al ver a su esposo muerto. Y cuenta cómo Frigg, su madre, esposa del propio Odín, el dios supremo de Asgard, prometió conceder cualquier deseo a quien consiguiera devolverle la vida de su hijo Baldur. No fueron pocos los que lo intentaron, pero fue el intrépido Hermond quien consiguió llegar hasta el propio Helheim, donde descansan todos los muertos. Allí arrancó la promesa a Hela, la guardiana de los muertos, de devolver la vida a Baldur si todas las criaturas lloraban su pérdida.
—Pero si era un dios bello y justo todo el mundo lloraría por él…
—Así fue. Excepto una vieja y fea giganta llamada Thok, que se negó en redondo.
La muchacha, boquiabierta no podía ni pestañear.
—Pero los dioses descubrieron que Thok era en realidad Loki disfrazado, por lo que le apresaron y lo ataron a tres rocas, con una serpiente sobre él, para que su veneno le cayese sobre la cara y le causase un gran sufrimiento.
—Oh…
—La muerte de Baldur fue el comienzo del final de los dioses, pues se les anunció el Ragnarok, y pronto comenzaron a cumplirse las profecías y plazos que traían lo inevitable… pero esa es otra historia.
Pocos habían escuchado la explicación del juglar, pero los que lo habían hecho permanecieron con los ojos perdidos entre las llamas, rumiando las palabras de Melquíades.
—¿Dónde has aprendido tú a hablar un idioma olvidado… y prohibido? —finalizó la muchacha al oído del hombre.
Melquíades sonrió, despejándose de la ensoñación que a él mismo le había traído su canción. Se acercó al rostro de la muchacha hasta aspirar la fragancia de su pelo y respondió con otro susurro en su oído.
—Es un secreto que tal vez pueda contarte esta noche…
¡Bienvenido! Pasa, pasa. Acércate a la chimenea y calienta tus huesos, viajero. En esta posada podrás encontrar buena cerveza caliente y muchas, muchas historias...
jueves, 26 de agosto de 2010
Melquíades, el trovador
Este es un nuevo fragmento de lo que me traigo entre manos.
Como los anteriores, falta pulirlo y adaptarlo. Y sobre todo, eliminar algún anacronismo, como ese laud y ese Don...
Es un poquitín largo, pero espero que os guste. En él se hacen referencia a elementos originales de la mitología nórdica (la muerte de Baldr y el Ragnarök), aunque como elementos poéticos, evocados por el trovador.
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2 comentarios:
Je, je, muy bien este fragmento. Bien narrado y simpático. Debe de estar quedándote estupenda la novela, ¿no?
¡Gracias, Susana!
Estupenda no sé... de momento avanza despacito, pero avanza. Tengo casi 16 capítulos, algo más de 200 folios y me queda aún otros 9 o 10 capítulos.
Me alegro de que te guste :)
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